Punto de lectura recupera ‘La huella de un beso’ de Daniel Glattauer

Després de l’èxit de les novel•les Contra el vent del nord i Cada set onades, l’editorial Punto de lectura publica una de les primeres novel•les de l’escriptor Daniel Glattauer.

‘La huella de un beso’ és el títol de la novel•la protagonitzada per Maxi Katrin i el gos Kurt.
En Max vol escapar de la rutina, els traumes, el nadal i volar a les Maldives, però no sap a qui deixar el seu gos Kurt quan estigui de vacances. Per una altre banda, la Katrin busca un pretext per no passar el seu 30 aniversari amb els seus pares, que no entenen com és possible que la filla perfecta segueixi soltera i sense compromís. El seu pare odia als gossos així que Kurt és l’excusa perfecta que busca la Katrin.
A partir d’aquest moment en Kurt, Max i Katrin entrecreuaran les seves vides en aquesta comèdia escrita per Daniel Glattauer.


Fragment de la novel·la:

«Kurt celebrará otra vez las Navidades en casa. Su dueño (yo) seguramente no. O sea, que estaría bien que alguien se lo quedara. Es manso y no da mucho trabajo. Es un buen perro.»
Tecleando en el buscador la palabra «Navidades» aparecía, entre otras cosas, este anuncio. Su dueño era Max. Kurt era un braco alemán de pelo duro de pura raza. ¿Que qué hacía? Estaba tumbado debajo de un sillón con­tando imaginariamente sus pelos duros de braco alemán. En realidad no era su sillón; era el sillón debajo del cual estaba siempre tumbado. Max y Kurt llevaban dos años viviendo bajo el mismo techo y Kurt debía de haber pasa­do más o menos un año y nueve meses tirado debajo de ese sillón. Así que se podía decir tranquilamente que era «su sillón». Si algo se había ganado Kurt, eso era, des­de luego, ese sillón. Sin embargo, el sillón no se merecía a Kurt. Y es que, comparando a ambos, se podía apre­ciar claramente que el más vivo de los dos era, sin lugar a dudas, el sillón.

Max, aparte de su relación con Kurt, estaba solo. Era un soltero convencido. No es que lo fuera porque no le quedara más remedio; en esta vida todo tiene remedio pero él ya tenía 34 años. Y, para dejarlo claro desde el principio: no era gay. Tampoco pasaba nada por serlo; George Michael era gay. Pero a Max le gustaban los hom­bres tanto como limpiar los cristales o cambiar las sábanas o poner en funcionamiento a Kurt. Max lo tenía claro: los hombres eran para salir a echarse unas birras, jugar a los dardos, quemar las Harley Davidson o añorar aque­llos hermosos pechos ahora inalcanzables. Y, por supues­to, para hablar de trabajo. Pero a Max lo que más le habría gustado hacer con un grupo de hombres habría sido echar de menos unos hermosos pechos ahora inalcanzables.

A Max le gustaban las mujeres. En teoría a ellas tam­bién les gustaba él. Pero por desgracia no se entendían. Ya lo habían probado muchas veces. Es que Max tenía un problema concreto, algo poco habitual, más bien nada habitual, fuera de lo habitual. (Pero eso después.) Las mu­jeres tampoco lo eran todo. ¿No?

Ahora sentía la cercanía de las Navidades. Venían di­rectas hacia él. Ya había hecho su aparición el viento del Noroeste con bancos de niebla y granizo cargado con ese intenso aroma a extracto de ponche y bizcochitos de es­pecias con canela. La gran ciudad a cero grados: demasia­do calor para congelarse, demasiado frío para derretirse. La gente aceleraba el paso por la calle. Seguro que ya an­daban pensando en el papel de regalo decorado con ange­litos. Eso a Max le daba miedo.

Ya he dicho que a él le gustaba su soltería. Era la for­ma más sincera de enfocar una relación humana: Max pasa­ba veinticuatro horas al día acompañado de sí mismo. En ocasiones resultaba conmovedor cómo se esforzaba por llevarse bien consigo mismo.

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